Hace cuatro años, a los 40, tuve la bendición de iniciar mi camino de discernimiento con los Frailes Franciscanos de la Provincia de la Inmaculada Concepción. En respuesta al llamado de Dios, continúo con alegría, gratitud y valentía, permitiendo que el Señor me guíe.
Mi educación y carrera profesional
Antes de iniciar este camino, trabajé en la industria farmacéutica durante 16 años. Soy químico farmacéutico y tengo una maestría en administración de empresas (MBA). Trabajé en Pfizer, Abbott y Johnson & Johnson. Durante mi carrera, viajé extensamente y tuve la oportunidad de conocer diversas culturas y realidades. Trabajando en el área de marketing, recibí varias formaciones en psicología de los grupos y diferentes tipos de personalidades. Aún hoy, la farmacología y el uso de medicamentos siguen siendo temas que me apasionan. Doy gracias a Dios por estas experiencias.
Fui nombrado en honor a mi padre, Dagoberto. Mi madre se llama Martha, y tengo una hermana llamada Lily. Mi tía Mayra es como una segunda madre para mí, y mi primo Allan es como un hermano menor. Juntos forman el núcleo familiar donde nací y de donde he aprendido a amar, perdonar y sanar las heridas del corazón. Creo que la familia perfecta no existe, pero agradezco a Dios por la familia que me ha dado.
Debo decir que tuve una infancia hermosa, rodeado del amor de mis dos padres. Mi padre me proporcionó una educación firme, con un énfasis en la disciplina y la responsabilidad, mientras que mi madre me colmaba de ternura y amor incondicional. Al ser el mayor, cuidaba y jugaba con mi hermana menor. Atesoro los recuerdos más bellos de mi infancia con mi familia.
Aunque mi familia no pertenece a ningún grupo parroquial, ellos van a misa los domingos, y mi madre participa en la adoración eucarística los jueves. La oración ante el Santísimo Sacramento sigue fortaleciéndome y llenándome de paz. Siempre me han permitido participar activamente en la iglesia y han respetado mi elección.
Estudios espirituales y académicos
Siempre fui un excelente estudiante gracias a la disciplina y exigencias que mi padre me inculcó. Al comenzar la secundaria, tuve la oportunidad de estudiar en colegios católicos salesianos y carmelitas, donde tuve mis primeros encuentros con la Eucaristía diaria.
A los 12 años, me sentí atraído por las prácticas espirituales y me convertí en acólito y asistente en las misas. En octavo grado, a los 13 años, una compañera que me gustaba me invitó a unirme al Camino Neocatecumenal, un carisma de la Iglesia Católica que desconocía. Acepté la invitación para pasar más tiempo con mi compañera, una decisión que tendría un impacto profundo en mi vida.
El Camino Neocatecumenal fue una experiencia fundamental para mí. Me enseñó el valor de la Eucaristía, los sacramentos y vivir en una comunidad de hermanos que se convirtieron en mi familia. Incluso hoy, ellos rezan por mi vocación y se preocupan por mi camino espiritual. Durante los 27 años en los que participé activamente en el Camino Neocatecumenal, aprendí a amar a mis hermanos, a perdonar, a practicar la caridad y a compartir mi tiempo con los más necesitados. Viví la experiencia de ser aceptado y amado por la comunidad, incluso con mis defectos y debilidades.
Elegir el amor
Durante mis años de preparatoria, me consideraba un joven responsable y aplicado en sus estudios. Disfrutaba jugar videojuegos y fútbol con mis amigos. También era coleccionista y fanático de las figuras coleccionables de G.I. Joe de los años 90.
Comencé a ir a fiestas y a tener citas en mis años universitarios. Para ser honesto, disfruté mucho de las fiestas, bailar y pasar momentos divertidos con mis amigos, pero siempre permanecí conectado con la iglesia a través del Camino Neocatecumenal. Viví las experiencias típicas de un joven, pero siempre manteniéndome cercano a la iglesia y a mi familia.
Tuve un largo noviazgo que fue un momento hermoso en mi vida. Experimenté ese amor especial de pareja y aprendí lo que significa la responsabilidad y el cuidado hacia otra persona. Ambos pertenecíamos a la iglesia, pero por trabajo, mi novia decidió dejar la comunidad. Yo, por mi parte, decidí quedarme. Podríamos decir que mi deseo de servir en la iglesia fue más fuerte. Ambos entendimos nuestras decisiones y seguimos siendo buenos amigos. Su familia me conoce bien, y la mía la conoce a ella. No me arrepiento de las decisiones que tomé.
Un viaje de reconciliación
Durante mi adolescencia, sentí la rigidez y el carácter estricto de mi padre. Muchas veces anhelé su afecto y muestras de amor, pero él no era propenso a demostrarlo. Mi hermana, por el contrario, siempre recibió esa ternura.
Estoy convencido de que el aspecto emocional es central en mi ser. Solo si me amo a mí mismo puedo realmente amar a los demás. Entender eso ha sido fundamental en mi vida.
Desde joven, mi padre me enseñó lo importante que es cuidar mi salud y siempre presentarme bien. También me enseñó a usar perfume. Estas influencias han permanecido conmigo desde mi niñez. A través de mi experiencia en la iglesia, aprendí que no debo tener miedo de expresar mi afecto por mi familia.
Con los años, he llegado a comprender por qué mi padre actuaba como lo hacía. Él había experimentado la misma falta de afecto por parte de su propio padre. Era un ciclo aprendido que necesitaba romperse. Estoy agradecido porque, gracias a mi experiencia, ese ciclo se rompió. No juzgo a mi padre. Lo respeto, y nuestra relación hoy es hermosa. No tenemos miedo de expresarnos abiertamente, pero llegar a este punto requirió muchos años de malentendidos y dolor.
A lo largo de este tiempo, el amor de mi madre siempre fue constante. Ella fue la fuerza equilibrante de amor en nuestra familia. Mi relación con ambos padres es realmente hermosa. Los amo por quienes son, y ambos me consideran su hijo. Me esfuerzo por ser dócil en mi carácter y reconozco que, aunque a veces pueda enojarme, no se debe temer a los conflictos. Siempre deben estar presentes la buena comunicación y voluntad.
Un día discutí con mi padre, y me ofendió. No solía disculparse, y dejó de hablarme. Su indiferencia me causó mucho dolor. Fue en ese momento que comprendí que ambos teníamos orgullo y un carácter fuerte. En ese momento, presencié el amor de Dios a través de mi madre. Ella me dio un consejo que llevo conmigo de por vida: me dijo que las personas valientes perdonan. El perdón es una decisión de amor, no se trata de buscar un culpable. Se trata de siempre tomar la iniciativa de acercarse a la persona que amas y pedir perdón.
Seguí el consejo de mi madre, escribí una carta a mi padre expresándole cuánto lo amaba, compré su perfume favorito y lo dejé en su habitación antes de irme a trabajar. Esa misma mañana recibí un mensaje de texto en mi celular. En aquel tiempo no existía WhatsApp. El mensaje decía simplemente: “Hijo, te amo. Perdóname, pero lo único que quiero es enseñarte a ser un hombre bueno y fuerte”. Estaba en una reunión de trabajo cuando leí el mensaje y lloré como un niño. No pude contenerme y tuve que salir de la reunión. Ese mensaje fue la cura, el remedio para el resentimiento que había acumulado en mi corazón durante años. Había estado esperando que mi padre dijera esas palabras sin miedo ni titubeos.
Puedo testificar que el amor es el único camino para resolver cualquier conflicto. Sin embargo, debemos aprender a amar y a expresar ese amor. No podemos apresurarlo. Esa noche, en casa, mi padre y yo tuvimos una de las conversaciones más hermosas de mi vida. Por eso digo que no temo al conflicto siempre que el amor de Dios, la buena comunicación y voluntad estén presentes.
El encuentro con los franciscanos
Durante mis últimos dos años trabajando en Pfizer, viajé todos los meses a Olancho, un departamento de Honduras. Allí tuve la oportunidad de conocer el trabajo de los frailes, especialmente el del padre Joseph Bonello y Albert Gauci. Me impresionó su sencillez y cómo trataban a todos por igual, sin hacer distinciones de clase. Siempre eran amables y estaban disponibles para todos. Llevaban una vida práctica, pero también eran amorosos y responsables en su trabajo.
Esta experiencia me impactó profundamente. En Tegucigalpa, mi ciudad natal, mi contacto fue el padre Rafael Fernández, director del Colegio San Francisco. En ese momento de mi vida, ya era independiente. Tenía mi propia casa, un trabajo estable de muchos años y seguridad económica. Sin embargo, sentía que algo faltaba, algo que mi vida actual no podía llenar. Decidí embarcarme en un retiro de silencio de una semana.
Mi director espiritual, un exsacerdote salesiano de la secundaria donde estudié, me lo recomendó. Me aconsejó escuchar con atención, ya que el Señor me había estado hablando a través de los eventos de mi historia de salvación.
Al final del retiro, después de una profunda reflexión, sentí paz y serenidad al responder al llamado del Señor. Era diciembre. Ingresé a un período de discernimiento vocacional continuo con el vicerrector del Seminario Mayor de Honduras. Él me ayudó a ver todo el camino de mi vida y enfatizó que, independientemente de las debilidades y pecados humanos, el camino de conversión es continuo, y no hay un momento exacto o perfecto para responder al llamado de Dios. Simplemente, se trata de responder sinceramente con buenas intenciones del corazón.
Dos amigos sacerdotes míos del Camino Neocatecumenal, ambos hondureños, uno reside en Italia y el otro en Polonia, me dijeron: “Dago, vemos en ti la intención de responder a Dios. Pero no debe buscarse ni forzarse. Sucederá cuando el Señor lo considere oportuno. No tengas miedo de responder, y no esperes a sentirte completamente preparado, porque no sucederá así. Deja que Dios comience Su obra”.
Abrazando el llamado
Con paz y alegría en mi corazón, tomé la decisión de dejarlo todo: mi trabajo, mi historia en Honduras, y Dios, en Su amor, abrió las puertas de la Provincia de la Inmaculada Concepción de Nueva York para mí.
Solo Dios sabe lo que depara el futuro, pero no me arrepiento de todo lo que he vivido hasta ahora. No es un camino fácil de seguir por mis propias fuerzas, y tampoco es fácil para mi familia. Los primeros dos años fueron difíciles, y ahora tengo que afrontar las enfermedades de mis padres. Admito que me preocupa no estar físicamente presente para ayudarlos, pero veo cómo Dios me da la fuerza y el ánimo para continuar. Me siento feliz y en paz.
Sigo respondiendo al llamado del Señor en mi vida, y confío en que Él cuidará de mi familia. Siempre les digo que son más que bienvenidos a visitarme en Estados Unidos. Mi hermana ya me ha visitado, y espero que mis padres lo hagan pronto.
Esta es la historia de mi vida, mi camino de fe y mi respuesta al llamado de Dios para servirle en la Orden Franciscana. Estoy agradecido por las experiencias que he tenido y por las personas que me han acompañado en el camino. Confío en que Dios continuará guiándome y usándome como instrumento de Su amor y misericordia.
Acerca de la formación
Los sacerdotes y hermanos franciscanos siguen los pasos del Señor Jesús y de San Francisco y aceptan el don de la pobreza como una forma de vida. No poseen nada, pero aun así comparten por igual como hermanos todo lo que Dios provee a través de su generosidad.
Educar y apoyar a un seminarista en sus estudios cuesta más de $10.000 al año. Muestre su apoyo a nuestros Hermanos Franciscanos haciendo una donación hoy mismo.
Gracias y que Dios lo bendiga.