Nací el 20 de mayo de 1987. Desde la infancia, estuve muy unido a mi abuela materna, quien pertenecía a la Orden Franciscana Seglar. Ella me enseñó a creer en Dios y a rezar el Rosario. Solía acompañarla a misa los domingos, y los jueves visitábamos juntos al Santísimo Sacramento.
Toda mi educación se llevó a cabo en una escuela católica dirigida por la congregación de las Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús (Madre Cabrini). A la edad de nueve años, recibí mi Primera Comunión y a los 14 mi Confirmación. En mi parroquia, participé como monaguillo, en la pastoral juvenil y en un grupo de espiritualidad mariana. A menudo pensaba en ser sacerdote, pero tenía mucho miedo de cómo reaccionaría mi familia.
Una crisis espiritual
Un evento que marcó mi adolescencia fue la muerte súbita de mi abuela materna, quien fue como una madre para mí. Yo pasaba todo mi tiempo con ella mientras mis padres trabajaban. A partir de ese momento, mi vida cambió porque no podía entender cómo Dios se había llevado a la persona que más amaba si yo era bueno. Me enojé con Dios y dejé la iglesia por completo. Aunque seguía asistiendo a la iglesia los domingos, lo hacía únicamente por cumplir con una obligación que había aprendido desde la infancia.
Una cosa que nunca cambió fue mi devoción a la Virgen María. Aunque estaba lejos de Dios, siempre le oraba a ella y confiaba en su protección.
En busca de dinero y poder
De niño, soñaba con convertirme en un gran economista para poder darles a mis padres una vida cómoda. También tenía la ilusión de convertirme en sacerdote, pero con el dolor que me causó la muerte de mi abuela, esa idea fue descartada. Decidí ir a la universidad y estudiar marketing y publicidad. Quería una carrera que me diera una posición importante, dinero y poder. Pude conseguir todo eso, pero mi vida estaba vacía.
Algo dentro de mí me decía que me faltaba algo. Traté de llenar ese vacío con amigos, fiestas y dinero, pero nada de eso funcionó. El vacío era profundo; sentía que mi vida no tenía sentido. Al mismo tiempo, mis padres se estaban separando, y la idea de la familia perfecta que creía tener se desmoronaba.
Un punto de inflexión peligroso
Una mañana, mientras conducía hacia el trabajo, atropellé a un hombre que iba en una motocicleta. Pensé que lo había matado y me asusté muchísimo. En mi estado de shock, no entendía lo que estaba pasando. Mi auto estaba destrozado. Gracias a Dios, el hombre no estaba muerto, solo herido. En ese momento, solo podía pensar en el desorden que había en mi vida. Desde entonces, comencé a reflexionar sobre mi vida, a hacerme muchas preguntas y a buscar respuestas.
El mismo día del accidente, por la tarde, acompañé a mi madre a la iglesia. Era un jueves; el Santísimo Sacramento estaba expuesto, y, de rodillas en la parte trasera de la iglesia, comencé a llorar. Sentía una profunda frustración con mi vida; prácticamente deseaba estar muerto. Le pregunté a Dios: «¿Dónde has estado todo este tiempo? ¿Por qué me abandonaste?»
Finalmente, entendí el llamado
A pesar de todo lo que estaba sintiendo, quería ir a confesarme. Entré en la capilla y recuerdo que un fraile anciano estaba recibiendo las confesiones. Sentí un gran alivio después de confesarme, pero seguía teniendo una gran duda. En el momento de la confesión, el fraile dijo: «Sabes lo que Dios quiere de ti, pero no has querido responder».
No comprendí sus palabras de inmediato, pero quedaron resonando en mi mente. Unas semanas después, un amigo me invitó a un retiro vocacional, y decidí asistir para encontrarme con él. Recuerdo que el momento más hermoso fue durante la hora santa, cuando el sacerdote tomó el Santísimo Sacramento en la custodia y se acercó para bendecirme. Sentí una emoción inexplicable al tener a Jesús frente a mí, diciéndome: «Te amo, te perdono, eres mi hijo». En ese momento, comprendí las palabras del confesor: Dios siempre me había llamado, pero yo no había querido responder.
Mi camino franciscano
Un mes después, busqué la ayuda de un fraile para iniciar un camino de discernimiento. Me invitó a participar en una misión en la montaña, junto a los pobres, para poder aclarar mis dudas. Vivir con estas personas me hizo dar cuenta de que deseaba convertirme en fraile franciscano para consagrar mi vida a Dios.
Cuando les comuniqué mi decisión, mi familia no estuvo de acuerdo; no lo entendieron. Mi madre fue la primera en apoyarme, y con el tiempo mi padre también lo aceptó, al igual que mi hermana menor.
En 2018, conocí la Provincia de la Inmaculada Concepción en Nueva York. Un amigo me comentó que estaban aceptando vocaciones de Centroamérica, así que me puse en contacto con ellos. Tuve una entrevista con el Ministro Provincial y el Director Vocacional, y unos meses después fui aceptado.
Hice mi postulantado en el Orfanato Valle de los Ángeles en la Ciudad de Guatemala. En 2021, me mudé a Italia para realizar mi noviciado en San Damián, en Asís, donde hice mi primera profesión religiosa el 27 de agosto de 2022. Actualmente, vivo en Roma y estudio filosofía en la Pontificia Universidad Antonianum.
Doy gracias a Dios por el don de ser fraile franciscano y por todas las personas que apoyan mi vocación con sus oraciones.
Acerca de la formación
Los sacerdotes y hermanos franciscanos siguen los pasos del Señor Jesús y de San Francisco y aceptan el don de la pobreza como una forma de vida. No poseen nada, pero aun así comparten por igual como hermanos todo lo que Dios provee a través de su generosidad.
Educar y apoyar a un seminarista en sus estudios cuesta más de $10.000 al año. Muestre su apoyo a nuestros Hermanos Franciscanos haciendo una donación hoy mismo.
Gracias y que Dios lo bendiga.