Hace varias semanas, definimos el perdón como la liberación de una deuda contraída a causa del daño que una persona le ha causado a otra. Esta definición podría llevarnos a pensar que no es necesario hacer expiación por ese daño, pero eso iría en contra del concepto de justicia.
La justicia significa “dar a cada quien lo que le corresponde”. Exige que la persona que ha causado un daño realice alguna acción o haga algún sacrificio para repararlo. Cada pecado cometido por los seres humanos es una ofensa infinita contra Dios. Por lo tanto, ningún ser humano puede repararlo, ya que ningún ser humano es infinito.
Entonces, ¿cómo se alcanza la justicia?
Solo Dios podía encargarse de ello. San Pablo nos dice que el salario del pecado es la muerte, y por tanto los seres humanos merecen la muerte y una separación permanente de Dios. Para evitar esto, Jesús, el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, asumió la naturaleza humana y se hizo como nosotros en todo, excepto en el pecado.
A pesar de no tener pecado, Jesús fue falsamente acusado, juzgado y declarado culpable. Fue azotado, burlado y crucificado, una forma brutal de pena de muerte. Tras colgar durante tres horas en la cruz, murió y fue sepultado. Por medio de esta muerte humillante y derramando Su sangre, Jesús pagó el precio por todos los pecados humanos de todos los tiempos. Su sacrificio fue la ofrenda infinita que pudo hacer justicia ante Dios.
Pero sabemos que esta no es el final de la historia. La mañana del domingo, los discípulos encontraron el sepulcro vacío y recibieron el anuncio de que su Señor había resucitado. Ese mismo día, se encontraron con Él, y la resurrección de Jesús se convirtió en la piedra angular de la fe cristiana.
Ningún ser humano puede evitar completamente el pecado. Pero podemos tener la seguridad de que la sangre de Cristo ha provisto el remedio para todos los pecados.
Al reflexionar hoy, tengamos un corazón lleno de gratitud por el don del perdón que nos ha ofrecido Jesús.










